<$BlogRSDURL$>
TEXTOS
Friday, April 16, 2004
 
El lenguaje y sus trampas
*Baltasar Garzón
España, 19 de marzo del 2004.
Durante milenios las palabras encerraban los secretos del nacimiento y de la muerte, del éxito y del fracaso, de la vida y de todas sus posibilidades. Los problemas, sin embargo, aparecen cuando comienza a cuestionarse la representación de los hechos desde el universo del lenguaje. Llegamos así a una primera e inquietante conclusión: las palabras nunca son inocentes o cristalinas, constituyen una realidad compleja. Están sumergidas en un conjunto de relaciones que si son guiadas por la mala fe o por una intención torcida desvían su sentido, alteran su contenido y pervierten su significado.

Surge así el lenguaje como arma política, que en vez de incluir, excluye; en vez de aglutinar, separa; en vez de sumar, resta; en vez de agrupar, dispersa; en vez de permitir, censura, y en vez de ayudar, traiciona.

El poder de las palabras, en su lado oscuro, se desarrolla a través de un entramado expansivo y totalitario que pretende imponer el dominio del significante sobre el significado. De esta manera, el primero, en manos de un poder interesado y corporativo, borra el sentido de lo real, deforma el orden social y político y facilita la manipulación y el engaño.

Si nos detenemos a observar esa realidad veremos con estupor de qué manera las palabras pronunciadas desde el poder, dueño del capital lingüístico y simbólico, traicionan y derriban lo que decimos y hasta lo que pensamos. El sentido de la responsabilidad y del compromiso, de la seriedad, de la firmeza, se han perdido irremediablemente.

En este mercado lingüístico, las reglas del discurso gobiernan lo que se dice y queda sin decir e identifican a los que pueden hablar con autoridad y a los que sólo deben escuchar y callar. El discurso verbal dominante en la clase política determina lo que cuenta como verdadero y relevante, lo que se debe hablar y lo que debe ser disimulado u ocultado. Así, el poder protege la forma de pensar y actuar de los ciudadanos al informar y modelar nuestra psique.

El truco es de sobra conocido: un ejército de lexicógrafos al servicio del poder nos vende, "desplazados" por deportados o expulsados, "daños colaterales" por víctimas civiles, "valla de seguridad" por muro de la vergüenza, "ayuda humanitaria" por ocupación militar en toda regla o "movimiento de liberación nacional" por terrorismo. Y esto ocurre para acomodar armoniosamente la realidad a la visión de cada una de las partes dentro de lo que se entiende como políticamente correcto. Las palabras, así utilizadas, esconden la realidad o en el peor de los casos consuman su muerte, y se convierten en mera incoherencia o sonido que ni siquiera llega a tener una clara articulación de significados. Con toda razón decía Adamov: "Gastadas, raídas, vacías, las palabras se han vuelto fantasmas en las que nadie cree".

Los nuevos lingüistas de la política se preparan para hacer del idioma un arma efectiva de dominio y para degradar con él la dignidad del habla humana y reducirla a retórica irresponsable. No debemos engañarnos. Las palabras no son ajenas al horror. Cuando se habla entre la niebla y la obscenidad, se favorece la vuelta de botas implacables de corte totalitario. Cuando el lenguaje se utiliza para entrar sin pudor y con impunidad en el infierno de los oprimidos, las palabras pierden su significado y adquieren tintes de pesadilla. Cuando la lluvia de mentiras verbales se convierte en estrepitoso diluvio, hemos de temer lo peor.

Que Hitler Y Goebbels hablaran en público con entusiasmo no fue pura casualidad. En su tratado Cinco dificultades con que se tropieza cuando se escribe la verdad, Bertolt Brecht soñaba con un nuevo idioma capaz de enfrentar vitalmente la palabra y el hecho, el hecho y la dignidad humana, de forma que ésta recuperara el lugar perdido por la degradación de los hombres en sus comportamientos y relaciones basadas en la mentira y la manipulación.

Devolver al lenguaje su musculatura moral, su pureza originaria, su condición de don supremo del hombre, rehabilitar el sentido y la verdad de las palabras debe ser nuestro compromiso. La mentira lingüística también es violencia, violencia simbólica. La más insidiosa de todas.

Retornar a las palabras esenciales significa decretar una guerra incruenta al lenguaje parasitario, frívolo y truculento, propio de algunos medios de comunicación, repleto de pontificaciones enlatadas y de lugares comunes que mantienen y propagan la bulimia consumista. Frente a éstos, la intransigencia ética debe ser la norma.
Frente a un lenguaje prostituido se debe luchar por otro que defienda los valores básicos de la dignidad, la libertad, la tolerancia y la democracia.
(*) Juez español.
cita antroposmoderno.com
Thursday, April 01, 2004
 
La Pasión de la Virgen
Esto lo escribo nada más que por cumplir una promesa hecha ya hace muchísimos años. Anoche, después de dejar hilvanada la falda de Marita, me dije que si he cumplido siempre con todo el mundo también tengo el derecho de cumplir conmigo misma. Claro que yo en aquella época no sabía que las promesas son sólo pactos ilusos que dan voz a una esperanza. (“Te prometo, Dios mío, que te rezaré cuatro horas diarias si Gustavo deja de tomar”, recuerdo que decía siempre la tía Adela en todos los rincones del caserón sin saber la pobre que su marido moriría de cirrosis abandonándola entre gritos y quejidos espantosos.) Mi promesa también estuvo anclada en una esperanza, pero ¿cómo podría haber sabido yo tan jovencita que algunos nacemos llegando a ser únicamente cuando se acerca la muerte? En una película que vi hará unos diez años atrás, o tal vez quince...(sí, porque Jorge Javier acababa de graduarse en la escuela secundaria) aparece la imagen de un niño abortado y yo al verla sentí que yo también tenía un cuerpo visible para todos sin vida.
Pobre solterona te has quedado, sin ilusión, sin fe, tu corazón de angustia se ha enfermado, puesta de sol es hoy tu vida trunca. Así dice una canción que estuvo muy de moda y que a mi me conmueve aunque también me llena de ira. Vida trunca sí, no lo sabré yo, pero el verdadero tormento es que nunca se pierde la ilusión ni la fe, ni la esperanza de que algún día....Por eso yo hice esta promesa que debe sonar muy ridícula sobre todo a mis años, pero era lo más importante de mi vida y lo siguió siendo siempre. La verdad es que no sé cuándo dejé de asociar la palabra virgen con esa figura ayesada envuelta en tules y una diadema de reina en sus cabellos, con ese perfil perfecto que tiernamente se reclina ante el bebé que a medias amamanta, con esa silueta llorosa que sostiene en sus brazos el cuerpo escuálido de su hijo. Sin poder precisar cuándo ni como virgen empezó a significar "no ser todavía” y, a medida que iba acumulando detalles sobre la pérdida de la virginidad, empecé a desear con toda el alma el dolor y la sangre. (Manchas en la sábana nupcial, gritos desgarrados, ciclón que penetra el vientre destrozando las paredes del útero, jóvenes desposadas desangrándose en una clínica, eran algunos de los retazos que fueron llegando hasta mí por los comentarios que hacían en voz baja las niñas mayores de la familia.) Entonces, la espada que el príncipe recibe ceremoniosamente de manos de su padre me pareció una imagen desvaída frente a esta otra iniciación de vagina y de garganta, este llegar a ser con todo el cuerpo. Y se me enclavó el deseo intenso de convertirme en mujer a través de ese rito de sangre y de besos, de abrirme como una flor bajo el rayo penetrante de un hombre que sería, para siempre, el astro solar de todas las constelaciones. Por eso me pareció tan tonto y hasta profano que mis primas y mis hermanas una noche firmaran un papel donde cada una se comprometía a contar a las otras, con lujo de detalles, todo aquello que ocurriera en la noche de bodas. Mi entrada corporal a la verdadera vida debía ser un texto escrito y sagrado, un testimonio íntimo que, con los años, yo releería como se releen las santas escrituras, haciendo de su lectura un ritual que me petrmitiría sumergirme en la noche púrpura de mi verdadero nacimiento.
Yo y mis dieciséis años frente a la ventana de la galería ingenuamente haciendo una promesa que se iría arrastrando como largo reptil sin cola ni cabeza. Yo reclinada frente a las cuartillas de este cuaderno cincelando en su forma acabada y dándole un soplo de vida a este desplazamiento húmedo y escamoso que me habitaría en lo más profundo de mi cuerpo y de mi ser. Yo, la joven en edad de casarse que creyó que sería tan fácil tomar un lápiz y transcribir fielmente la realidad.
Yo, para las parientes de tres generaciones, la amable doncella vieja, experta en la confección del flan y los vestidos de organdí. Yo, la anciana desvirgada tratando de iniciar un relato que alarga la soñada noche de bodas a la cadena quemante de horas, días y años...Y a diferencia de las horas susurradas de mis primas y mis hermanas, preñadas de detalles, de acciones certeras y sensaciones bien definidas, yo sólo tengo imágenes incrustadas aquí dentro, no en el alma ni en mi inocente corazón, como podrían pensar ellos, sino aquí, muy adentro, en este estuche ardiente cubierto de terciopelo ceniciento.
Esta noche me vuelvo a ver en la huerta de la casa de campo, allá en el lejano tiempo de la niñez. Bajo el sol agobiante de una tarde de verano, avanzo entre la maleza seca con la vista dirigida a los frutos de los árboles que se esconden entre sus hojas cubiertas de polvo. Los niños de la casa ya nos habíamos encargado de arrasar con las ciruelas. Los damascos y los higos que crecían a nuestro alcance y, muy arriba, uno que otro fruto refulgía burlándose de mi guía infantil. Tomando el palo largo que se usaba para sujetar el cordel de la ropa y subiéndome encima de dos peñascos grandes comencé a dar golpes apuntando a una ciruela que crecía justo entre dos ramas pero el palo se enredaba en las hojas que caían sobre mi melena recién cortada y con furia empecé a golpear a diestra y siniestra, perdiendo el equilibrio. Entonces escuché una carcajada que venía de debajo de la higuera. –No saca ná con golpear tanto...La fruta hay que agarrarla con maña, igualito que a las mujeres –dijo Antuco el jardinero –Venga, yo aquí le puedo sacar unos higos maduritos.
Con alegría y codicia aparté las hojas ásperas de la higuera que crecían hasta el suelo y poniéndome las manos en las caderas, como hacía la mayordoma cada vez que hablaba con los empleados, le dije a Antuco que los cortara rápido. El se sacó la camiseta, dio un salto felino y luego empezó lentamente a desplazarse por las ramas del árbol llenándose las manos y los bolsillos de frutos oscuros.
-¿No le dije yo? Con maña y con valentía se cogen las cosas que uno quiere. Mire, mire están gorditos y jugositos...de rajarlos con l´uña. Aver donde diablos va a poner tanto higo ahora. Oiga es mejor que se los coma aquí mismo pa´ que no se lo quiten los otros niños...Aquí, siéntese aquí en mi paltó no más, yo siempre lo uso pa´ echar una siestecita a esta hora. Me senté y el riéndose se echó a mi lado. Me miraba con picardía y yo agradecida le sonreía con la boca llena de semillas rosadas y jugo dulce. De pronto, él se puso las manos entre las piernas y se quedó muy serio. –Pucha, cabrita, ya se me está poniendo duro este animal. –¿Qué animal? –le pregunté entre curiosa y divertida. –Un animalito muy bueno que crece aquí cada vez que uno ve a una niña linda –dijo entrecerrando los ojos. Y desabotonándose el marrueco me fue mostrando de a poco un trozo de carne rosada, como una laucha recién nacida, que él comenzó a cariciar primero muy suavemente para luego hacerla saltar con furia entre sus muslos. –Recuéstese a mi lado –me dijo—y yo aún con dos higos en la mano me acerqué a él dócilmente.
Frotándome la espalda y el cuello con sus palmas callosas me hizo caer en un letargo de sol, de frutas y de ternura que se repitió en el resto del verano.
Yo entonces no sabía que todos los otros soles me serían adversos. (¡Y qué crueles fueron algunos!) Los pretendientes se eclipsaban dejando cráteres en mi alma obstinada. Ahora que los años me han enseñado a conocer a los hombres, pienso que los ahuyentaba con mi fervor, con esta pasión por ese otro cuerpo anguloso que cobija músculos por Dios para que reposaran en la carne redondeada y esponjosa de una mujer. En este instante de nuevo me veo en mi cuarto recortando con frenesí las fotografías de los actores famosos en aquella época y que aparecían en las revistas que compraban en la casa. Clark Gable sonriéndome entre el humo de un cigarrillo, Tyrone Power en atavío de torero invitándome a entrar al ruedo, Alan Ladd haciendo un viril gesto de adiós en las laderas de un río del medio oeste...Y yo tratando de olvidar, entre todos esos hombres tan apuestos, los ajuares de mis hermanas, los partos, los primeros cumpleaños.
No sé cuando empecé a ser en la familia mujer de jornada sin amor. Ahora pienso que yo fuí muy débil, que no debí haberles permitido que me fueran cubriendo de ropajes que hasta ahora, a mis años, me parecen tan ajenos. Pero por una inercia de la que hoy me arrepiento, me convertí en la tía paciente y buena que bare huevos, hace el calado de las camisas de batista y pone la gasa empapada en agua oxigenada sobre las rodillas heridas (“pobrecita la Inesita que plancha y duerma solita”, dice otra canción, y esa era yo para ellos, la mejor en las labores del hogar y con un príncipe soñado que no fue). Ellos no sabían, no podían saber que bajo esos atavíos –verdaderas mordazas de mi cuerpo—palpitaba un vocerío vegetal, caballos desbocados que em hacían gemir en sueños y el peso de una marea de frutos a mediodía.
Pero Antuco trató de salvarme. Cómo olvidar ese día cuando llegó a casa. Papá acababa de morir y mamá nos reunió a todas para distribuir lo que ella llamaba la herencia afectiva. En la mesa del comedor ella fue poniendo sus relojes de bolsillo, los tres o cuatro pares de colleras finas, los broches de corbata que él coleccionaba en todos sus viajes, antiguas postales de parejas radiantes encuadradas en ramos de violetas, plumas fuente y cajas de maderas que siempre vimos cerradas. Con una seriedad ceremonial, ella empezó a distribuir los objetos que fueron quedando en posesión de cada una. Tomando un álbum encuadernado en cuero, sin vacilar me lo extendió comentando: “Este es para tí que tanto te gustan las fotografías”. Y esa noche, medio soñolienta me puse a hojear las imágenes en negro y ámbar de jóvenes con bastón y tongo, de caballeros my serios bajo largos y tiesos bigotes, de damas ensombreradas y altos cuellos de encaje. De pronto apareció una fotografía que rompía este paisaje de rango solemne porque había sido tomada en un picnic, detrás de las damas protegidas por sus sombrillas, estaban los señores de pie, delante de ellas, se sentaban los niños con sus pantalones cortos y niñitas de lazos en las trenzas y, en el primer plano, tendido de largo en el suelo estaba él sujetando entre malicioso y divertido una damajuana de vino. Nos miramos durante un largo rato y sin despegarle la vista abrí el cajón del velador y busqué a tientas las tijeras. “Han pasado muchas cosas en estos años, Antuco, muchas, pero a mi no me ha pasado nada –empecé a decirle mientras lo rescataba de ese grupo convencionalmente atildado. El bajó los ojos en un gesto de tristeza y luego volvió a mirarme como lo hacía cada vez que yo entraba a la gruta de la higuera.
Desde su llegada ya no me importó vestirme de gris y azul marino como ellos querían, aunque no me lo decían abiertamente y dejé de rezongar cada vez que alguna de mis hermanas me llamaba por teléfono para pedirme que encargara de pasar a buscar el pan en la San Camilo o comprara los botones de bronce en la Cordonería Alemana para el uniforme del liceo que tenía que estar listo al otro día, a primera hora. Todo se convirtió en una resaca que las noches arrasaban porque Antuco me hacía dormir acariciándome la espalda y yo volvía a sentir en la boca ese dulzor espeso y lleno de sol...Ahora que escribo no podría precisar la noche en que las semillas empapadas de dulzor comenzaron a descender de mi paladar como hormigas afanosas que despertaban los recintos de mis entrañas. Las yemas de los dedos de Antuco se multiplicaban y mi vientre golpeaba contra la dureza de la sábana mientras a mis oídos llegaba el sonido húmedo los muslos de él amparando a la carne rosada en su titilar febril. Todo mi cuerpo entonces se convertía en una ola a punto de romper sobre la arena, en un volcán clausurado gimiendo bajo la luna y así, suspendida en un clamor que no alcanzaba nunca a estallar, veía llegar las primeras horas del amanecer.
Ante la alarma de la familia, mi rostro se desfiguró en profundas ojeras y un rictus de enferma. Solícitos me hicieron pasar por oficinas de especialistas y laboratorios llenos de objetos extraños (planchas de plomo, tubos transparentes, pantallas secretas, dispositivos que quemaban el esófago). ¿Cómo habrían podido siquiera imaginar mi tormento nocturno? Al atardecer, las manos me empezaban a temblar y en la barbilla sentía un cosquilleo que anunciaba el viacrucis de mi cuerpo. En vano le rogaba a Antuco que me auxiliara, sólo él podría hacer posible ese grito que se quedaba estancado en todos los labios abiertos como herida sanguinolenta. “No puedo”, me susurró una noche, “es mejor que me vaya...” Y deslizándose en el aire me hizo una seña de despedida en el espejo. De un salto me incorporé en el lecho y le ordené, con las manos en las caderas, que debía regresar inmediatamente. Jadeando esperé en vano hasta que el sol iluminó las cortinas de las ventanas y entonces sentí que el reptil de la promesa apretaba su cerco alrededor de mi cuerpo.
Ellos creían que yo no alcanzaba a oírlos cuando murmuraban en contra mía. Claro, como con los años había perdido un poco de audición de mi oído izquierdo, aunque no había sido con la edad, ellos lo sabían muy bien, sino con el pelotazo que me había largado Gustavo por casualidad cuando tenía catorce años. Y como ahora, según ellos, ya no me necesitaban, aunque estoy segura de que, a la menor señal de una emergencia, sería a mí a quien acudirían, a esta tía vieja pero aún con fuerza para sacrificarse por la familia....Fue Mercedes, la más bondadosa de mis hermanas, la que me convenció que tomara unas buenas vacaciones. “Hace mucho tiempo, Inesita por Dios, que no te das un verdadero descanso. Dice la hija de la señora María que en Puerto Montt hay una pensión estupenda y con un ambiente muy tranquilo”. Estaba tan harta de entrar a un cuarto o a una cocina donde se dedicaban a hablar mal de mí, que a los cuatro días ya me estaba despidiendo de Angélica y los niños en el andén de la Estación Central.
El viaje resultó incómodo pero no me importó porque ya había decidido darle una sorpresa a Albertito, aprovecharía estas vacaciones para buscarle sus tan preciadas conchas que él venía coleccionando desde que cumplió los quince años. El siempre decía que en las playas de Chiloé aún se podían encontrar inmensas conchas de moluscos ya extinguidos y que las almejas fosilizadas estaban al alcance de cualquier caminante. Cuando estuviéramos solos, yo le entregaría este nuevo tesoro y él levantándome en sus brazos exclamaría: “Gracias, mamicha, gracias”. Albertito era el único que no me llamaba tía y con razón porque este niñito que siempre a sido como un hijo para mí. Nació yo ya estaba por cumplir cuarenta años e incluso me lo traje para casa a los seis meses y no volvió con sus padres hasta que estuvo en edad de ir a la escuela. El fue el único que conoció a Antuco un día que pasó a tomar onces después de entrenar futbol en el equipo del cuarto año de la primaria. Esa tarde yo estaba pegándole un botón a su chaqueta azul y le pedí que me pasara el dedal metálico que siempre guardo en el cajón del velador y cuando al verlo me preguntó curioso, yo le conté que Antuco era mi novio secreto. (Eran ya tantos los secretos que compartíamos)
De modo que inmediatamente después de instalarme en la pensión empecé a hacer averiguaciones sobre los viajes de excursión que salían a la isla. “El único que guarda esas cosas es el Ignacio porque es medio brujo”, me informaron los pescadores que trabajaban en el malecón y bajo el sol del mediodía me encaminé a una choza escondida entre los árboles del cerro. Apartando las malezas que se me incrustaban en las flores perforadas de los zapatos logré llegar a ella y cogiendo un peñasco golpeé sobre la puerta hecha de troncos.
--No hay pan pa¨ los intrusos –gritó una voz desde adentro y yo también a los gritos le expliqué que había venido a hacer un negocio muy importante. Entonces me pareció escuchar que alguien se lavaba la cara rápidamente y la puerta se abrió. –Pase, señora, pase—me dijo Antuco mucho más joven y con bigotes.
El cuarto sombreado era una gruta preñada de conchas multiformes, los tallos albos de los picorocos, hacían prolongarse el techo en gruesas gotas elongadas, receptáculos de hueco profundo trepaban por las paredes tiñéndolas de rosa y de gris y en un tablón de madera maciza dormían enormes caracolas, almejas que se abrían en un rictus mucoso, mejillones que alojaban pequeños crustáceos en su cabellera gruesa y oscura. “No debiste desobedecerme, Antuco”, le dije y él haciendo la señal de la cruz se hincó a mis pies y empezó a besarlos. “Aún soy una niña virgen como aquellos días bajo la higuera”, agregué despojándome del vestido negro de algodón, el asintiendo con la cabeza dijo “Santa María Madre de Dios”, y empezó a ascender por mi cuerpo en un beso ardiente que hacía chirriar las escamas del reptil odiado durante tantos años. Solemne me hice yacer en el lecho con olor a algas y agua de mar y mis muslos por fin lo alojaron en un pulsar de sangre y cera húmeda.
Ese atardecer hice la travesía al continente con la vista fija en los negros nubarrones que amenazaban el horizonte y las manos apoyadas en mi regazo gozosamente dolorido. Por fin yo era dueña de todas las auroras y mientras escribo estas últimas palabras del testimonio de mi verdadero nacimiento, oigo allá afuera los pasos de Antuco que regresa para siempre.
Lucía Guerra Cunningham, chilena
Premio Literario categoría Cuento Revista Plural**1988
** Revista Cultural Mexicana

Powered by Blogger