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TEXTOS
Thursday, July 22, 2004
 
El Señor Serrano
"Un instante después, Mike sintió la mirada, clavada en su propia nuca. Giró súbitamente y, al encontrar los ojos de ella, más azules que nunca, encendidos como los potentes reflectores de un Lincoln ocho cilindros en medio de una tormenta, esbozó su más irresistible sonrisa. Sheilah se puso de pie, sin dejar de mirarlo, y con ambas manos se alisó el vestido, que crujió como una papa frita en el momento de ser masticadas lo que hizo resaltar sus perfectos senos túrgidos y las líneas que delimitaban su excelente figura, de caderas poderosas y unas esbeltas piernas que terminaban en un par de sandalias doradas, si se podía llamar sandalias a esas tiritas de cuero que de alguna manera se las ingeniaban para dejar a la vista sus uñas carmesí. Caminó hacia él con la contundencia de un destróyer en una bahía del Caribe colmada de colegiales. 'Es una lástima, nena', musitó él mientras extraía su 45 de la sobaquera ante la mirada incrédula de ella. Un segundo después, Sheilah parecía un lujoso maniquí maltratado al que le habían pintado un grotesco punto rojo en el medio de la frente".
–'Tá madre –dijo el señor Serrano, abandonando el libro a un costado de la cama y poniéndose de pie para apagar el calentador que estaba sobre la mesita, junto al ropero. Dio unos golpecitos al mate, para asentar la yerba, y luego empezó a cebar mientras observaba la pieza de paredes descascaradas, con ese almanaque del año pasado que no se había molestado en cambiar, como único adorno, y volvió a sentarse, en el borde de la cama, dejando la pava junto a sus pies y considerando que el frío no era lo más terrible para un viejo; él tenía sesenta y cuatro años y podía soportarlo perfectamente, mucho mejor que a esa pertinaz, intolerable soledad que parecía envolverlo como una telaraña.
Vivía en esa pieza desde hacía veinte años. Cada mes le costaba más pagar el alquiler, no porque le aumentaron la cuota, sino porque su jubilación se tornaba ostensiblemente impotente en su cotidiana lucha contra la carestía. Tenía un gato al que sólo veía cuando dejaba comida en el balcón, dos malvones, un helecho y un gomero nuevo que le habían traído de Misiones el verano pasado y que, seguramente, no sobreviviría al invierno. Tomaba dos pavas de mate por día, como mínimo, leía el Clarín todas las mañanas, dormía poco, se aburría mucho y odiaba a todos sus vecinos del edificio porque todos lo odiaban a él, quizá porque silbaba permanentemente, quizá porque la gente desprecia o teme a los solitarios.
–Basta de leer, me voy a volver loco –se dijo, y se quedó pensando en su vida, que no le parecía otra cosa que una constante pérdida de tiempo. Todo lo que había hecho era igual a cero. Nada de nada. Y ya no podía echarle la culpa a la dichosa retroactividad que no le pagaban desde hacía por lo menos diez años; no era tonto, sabía que sólo a él le correspondían las culpas, quizá por no haber estudiado ni tenido ambiciones. Pero ni siquiera estaba seguro de eso; a veces recapitulaba su vida, como si hubiera sido una película que se pudiera rebobinar, y, ciertamente, se perdía en elucubraciones, detalles intrascendentes, lagunas de su memoria, rostros difusos, momentos de tristeza y siempre se topaba con una sensación de agobiante soledad.
Quizá por todo eso, desde hacía varios meses (desde una tarde en la que se había despertado luego de una breve siesta, lloroso y aterrado porque en su sueño un agresivamente más joven señor Serrano le había gritado que era un pobre tipo), sólo pensaba en hacer algo grande algún día. Soñaba con cambiar su destino, si lo tenía, si acaso el destino se había ocupado de él. Y lentamente fue decidiendo que llegaría el momento de probarse que no era un pusilánime, que su vida sólo había sido un reiterado desencuentro con las oportunidades de hacer algo grande. Entonces dejaría boquiabierto a más de uno, saldría en los diarios, sería famoso y discutido.
Se puso de pie, sacó del ropero la bufanda y los guantes de lana, se los calzó, salió al balcón y se recostó en la baranda, mirando la calle adoquinada, siete pisos más abajo, mientras consideraba la idea que acababa de concebir. Si bajo por la escalera evito un ascensor delator. Espero que la chica abra la puerta, tranquilamente sentado y sin silbar, y así eludo tocar el timbre. Cuando aparezca me asomo y le digo cualquier cosa; ella no va a sospechar de un viejo manso, de modo que podré acercarme y meterme de prepo en su departamento. Adentro la acorralo y antes que grite le tapo la boca y la estrangulo. Todavía tengo fuerzas. Será sencillo, fácil y nadie sospechará de mi. Y yo estaré orgulloso de mi obra. Los voy a sobrar a todos, ya van a ver.
Terminó de sorber el mate, entró a la pieza, se cebó otro y salió nuevamente, imperturbable, sin importarle la baja temperatura de la mañana ni el viento gélido que le cortaba la cara. Tenía la piel curtida, dura, de hombre que ha pasado toda su vida a la intemperie, castigado por soles y fríos.
Desde que se iniciara, a los quince años, como aprendiz en una carpintería de la calle Victoria, había trabajado sin cesar hasta que se jubiló como oficial de la casa Maple, justo cuando lo consideraban un artista de la garlopa y del escoplo pero se interpuso en su camino aquella sierra que le cortó un par de tendones en el muslo derecho y le produjo esa odiosa renguera que le dolía tanto los días de lluvia y a la que jamás se resignó. Entonces, a los cincuenta y dos años, todavía no conocía la dimensión de su propia soledad; todavía se reunía, por las noches, en el almacén de Gurruchaga y Güemes para jugar al dominó, haciendo pareja con el finado Ortiz, aquel viejito que tenía tantos nietos como pelos en la cabeza, una impecable sonrisa permanente y la sólida convicción de que moriría de un síncope mientras estuviera dormido; todavía pasaba los domingos por el Jardín Botánico, se sentaba en un banco a leer el diario, espiaba a los chicos y a los ancianos que confraternizaban jugando al ajedrez bajo los árboles, y después, al mediodía, comía un sánguiche en alguna pizzería frente a Plaza Italia, caviloso, antes de ir a la cancha para ver a Atlanta y comprobar su incapacidad de emocionarse, de festejar un gol, de lamentar las tan reiteradas derrotas.
"Qué tiempos", solía repetirse, como si el pasado tuviera elementos envidiables , materiales para la nostalgia, alguna mujer –por lo menos– cuyo rostro recordar. Porque en su vida las mujeres no habían ocupado un lugar destacado. Acaso una, Angelita Scorza, la hija del enfermero que vivía en Republiquetas y Superí, lo había embriagado alguna vez hasta tal punto que le juró amor eterno y eterna fidelidad; pero la pasión que en ella despertó un estudiante de medicina de quien ya no se acordaba el nombre denigró sus sentimientos. Angelita se casó, finalmente, con el muchacho, una vez que éste terminó sus estudios, y él se aplicó a las faenas del olvido sin que le costara demasiado, envuelto en sus meditaciones de carpintero hasta que, luego de unos años, el rostro de Angelita se fue convirtiendo en una referencia vaga del viejo barrio, en un simple matiz de su adolescencia. Y ya no hubo mujeres en su vida, salvo alguna que otra prostituta sin cara, de esas que frecuentaban las cercanías de Puente Pacífico y con quienes protagonizaba simulacros de pasión que, después, no hacían otra cosa que ratificar su desamparo, su desarraigo, el inmenso abismo que lo iba separando del mundo.
Al acabarse el agua de la pava, Serrano sintió como una vaharada de calor, una extraña sensación de urgencia que no supo controlar. Nervioso, se alejó de la baranda y penetró en la pieza apenas iluminada por el resplandor de la mañana plomiza, tan típica de julio en Buenos Aires, y contempló, sin conmiseración, esas cuatro paredes sórdidas y húmedas por las que los días pasaban, aterradores, llevándose lo que le quedaba de vida sin que él pudiera resistirse, sin que siquiera lo intentara.
Entonces pensó que, quizá, había llegado el momento. No tenía sentido seguir esperando, y leyendo novelitas policiales de segunda categoría, mientras el tiempo se esfumaba; no podía permitir que sus fuerzas se agotaran ni que se le terminaran de ablandar los músculos que habían desarrollado sus brazos y sus manos después de tantos años de manipular maderas.
Se dirigió al lavatorio y se miró en el espejo, sólo por un segundo, como evitando detenerse en los profundos surcos de la frente, en la palidez de su piel, en la casi tangible vacuidad de su mirada, o acaso simplemente tratando de huir de sus propios ojos, que lo hubieran observado acusadoramente, quizá con sorna también, para indicarle que estaba perdido, que jamás haría algo grande porque sus proyectos, siempre, habían habitado más el campo de los sueños imposibles que los terrenos de la realidad. Se alejó del espejo, disgustado, se encasquetó el viejo y manchado sombrero de fieltro y salió al pasillo, conmovido y asombrado por el odio que sentía.
Luego de comprobar que todas las puertas estaban cerradas, bajó por la escalera sin apuro, luchando por serenarse. En el piso inferior se detuvo, vigilante, pegado a la pared, mirando la puerta de un departamento, dispuesto a esperar. Así estuvo no supo cuánto tiempo, con la mente despejada, tan en blanco como una cucaracha de panadería, hasta que se abrió la puerta y una joven de enormes ojos negros, menuda y perfumada, se asomó al pasillo.
Ella lo miró, extrañada. "Hola, señor Serrano", le dijo, con una breve sonrisa. "Buen día, señorita Aída", contestó él, acercándose un paso, alzando una mano enguantada y sin dejar de mirarla a los ojos. La muchacha cerró la puerta y pasó a su lado, deteniéndose junto a las rejas del ascensor. Apretó el botón y una pequeña luz roja se encendió sobre su dedo. Serrano, súbitamente tembloroso, la observó con los ojos fijos en la mano que ahora tomaba la manija de la puerta acordeonada y empezó a silbar un tenue, atónico soplido entrecortado.
"¿Le pasa algo, señor Serrano?".
"No..., no, m'hija, nada. No pasa nada", dijo él. Se dio vuelta y subió hasta su piso, por la escalera. Antes de abrir la puerta de su departamento supo que era, definitivamente, un pobre tipo. Su sueño de hacer algo grande, algún día, le parecía lejano, inimaginable como la cara de Dios.
Mempo Giardinelli, escritor y periodista, nació en Resistencia, Chaco en 1947
data literatura.org
Monday, July 12, 2004
 
20 pemas de amor y La canción desesperada
1 Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.
Pero cae la hora de la venganza, y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia!
Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!
Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.

2 En su llama mortal la luz te envuelve.
Absorta, pálida doliente, así situada
contra las viejas hélices del crepúsculo
que en torno a ti da vueltas.
Muda, mi amiga,

sola en lo solitario de esta hora de muertes
y llena de las vidas del fuego,
pura heredera del día destruido.
Del sol cae un racimo en tu vestido oscuro.
De la noche las grandes raíces
crecen de súbito desde tu alma,
y a lo exterior regresan las cosas en ti ocultas,
de modo que un pueblo pálido y azul
de ti recién nacido se alimenta.
Oh grandiosa y fecunda y magnética esclava
del círculo que en negro y dorado sucede:
erguida, trata y logra una creación tan viva
que sucumben sus flores, y llena es de tristeza.


3 Ah vastedad de pinos, rumor de olas quebrándose,
lento juego de luces, campana solitaria,
crepúsculo cayendo en tus ojos, muñeca,
caracola terrestre, en ti la tierra canta!
En ti los ríos cantan y mi alma en ellos huye
como tú lo desees y hacia donde tú quieras.
Márcame mi camino en tu arco de esperanza
y soltaré en delirio mi bandada de flechas.
En torno a mí estoy viendo tu cintura de niebla
y tu silencio acosa mis horas perseguidas,
y eres tú con tus brazos de piedra transparente
donde mis besos anclan y mi húmeda ansia anida.
Ah tu voz misteriosa que el amor tiñe y dobla
en el atardecer resonante y muriendo!
Así en horas profundas sobre los campos he visto
doblarse las espigas en la boca del viento.

4 Es la mañana llena de tempestad
en el corazón del verano.
Como pañuelos blancos de adiós viajan las nubes,
el viento las sacude con sus viajeras manos.
Innumerable corazón del viento
latiendo sobre nuestro silencio enamorado.
Zumbando entre los árboles, orquestal y divino,
como una lengua llena de guerras y de cantos.
Viento que lleva en rápido robo la hojarasca
y desvía las flechas latientes de los pájaros.
Viento que la derriba en ola sin espuma
y sustancia sin peso, y fuegos inclinados.
Se rompe y se sumerge su volumen de besos
combatido en la puerta del viento del verano.

5 Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.
Collar, cascabel ebrio
para tus manos suaves como las uvas.
Y las miro lejanas mis palabras.
Más que mías son tuyas.
Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.
Ellas trepan así por las paredes húmedas.
Eres tú la culpable de este juego sangriento.
Ellas están huyendo de mi guarida oscura.
Todo lo llenas tú, todo lo llenas.
Antes que tú poblaron la soledad que ocupas,
y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.
Ahora quiero que digan lo que quiero decirte
para que tú las oigas como quiero que me oigas.
El viento de la angustia aún las suele arrastrar.
Huracanes de sueños aún a veces las tumban.
Escuchas otras voces en mi voz dolorida.
Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.
Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme.
Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.
Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.
Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.
Voy haciendo de todas un collar infinito
para tus blancas manos, suaves como las uvas.

6 Te recuerdo como eras en el último otoño.
Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo.
Y las hojas caían en el agua de tu alma.
Apegada a mis brazos como una enredadera,
las hojas recogían tu voz lenta y en calma.
Hoguera de estupor en que mi sed ardía.
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.
Siento viajar tus ojos y es distante el otoño:
boina gris, voz de pájaro y corazón de casa
hacia donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas.
Cielo desde un navío. Campo desde los cerros.
Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma!
Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos.
Hojas secas de otoño giraban en tu alma.

7 Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes
a tus ojos oceánicos.
Allí se estira y arde en la más alta hoguera
mi soledad que da vueltas los brazos como un náufrago.
Hago rojas señales sobre tus ojos ausentes
que olean como el mar a la orilla de un faro.
Sólo guardas tinieblas, hembra distante y mía,
de tu mirada emerge a veces la costa del espanto.
Inclinado en las tardes echo mis tristes redes
a ese mar que sacude tus ojos oceánicos.
Los pájaros nocturnos picotean las primeras estrellas
que centellean como mi alma cuando te amo.
Galopa la noche en su yegua sombría
desparramando espigas azules sobre el campo.

8 Abeja blanca zumbas—ebria de miel—en mi alma
y te tuerces en lentas espirales de humo.
Soy el desesperado, la palabra sin ecos,
el que lo perdió todo, y el que todo lo tuvo.
Ultima amarra, cruje en ti mi ansiedad última.
En mi tierra desierta eres la última rosa.
Ah silenciosa!
Cierra tus ojos profundos. Allí aletea la noche.
Ah desnuda tu cuerpo de estatua temerosa.
Tienes ojos profundos donde la noche alea.
Frescos brazos de flor y regazo de rosa.
Se parecen tus senos a los caracoles blancos.
Ha venido a dormirse en tu vientre una mariposa de sombra.
Ah silenciosa!
He aquí la soledad de donde estás ausente.
Llueve. El viento del mar caza errantes gaviotas.
El agua anda descalza por las calles mojadas.
De aquel árbol se quejan, como enfermos, las hojas.
Abeja blanca, ausente, aún zumbas en mi alma.
Revives en el tiempo, delgada y silenciosa.
Ah silenciosa!


9 Ebrio de trementina y largos besos,
estival, el velero de las rosas dirijo,
torcido hacia la muerte del delgado día,
cimentado en el sólido frenesí marino.
Pálido y amarrado a mi agua devorante
cruzo en el agrio olor del clima descubierto,
aún vestido de gris y sonidos amargos,
y una cimera triste de abandonada espuma.
Voy, duro de pasiones, montado en mi ola única,
lunar, solar, ardiente y frío, repentino,
dormido en la garganta de las afortunadas
islas blancas y dulces como caderas frescas.
Tiembla en la noche húmeda mi vestido de besos
locamente cargado de eléctricas gestiones,
de modo heroico dividido en sueños
y embriagadoras rosas practicándose en mí.
Aguas arriba, en medio de las olas externas,
tu paralelo cuerpo se sujeta en mis brazos
como un pez infinitamente pegado a mi alma
rápido y lento en la energía subceleste.

10 Hemos perdido aun este crepúsculo.
Nadie nos vio esta tarde con las manos unidas
mientras la noche azul caía sobre el mundo.
He visto desde mi ventana
la fiesta del poniente en los cerros lejanos.
A veces como una moneda
se encendía un pedazo de sol entre mis manos.
Yo te recordaba con el alma apretada
de esa tristeza que tú me conoces.
Entonces, dónde estabas?
Entre qué gentes?
Diciendo qué palabras?
Por qué se me vendrá todo el amor de golpe
cuando me siento triste, y te siento lejana?
Cayó el libro que siempre se toma en el crepúsculo,
y como un perro herido rodó a mis pies mi capa.
Siempre, siempre te alejas en las tardes
hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas.

11 Casi fuera del cielo ancla entre dos montañas
la mitad de la luna.
Girante, errante noche, la cavadora de ojos.
A ver cuántas estrellas trizadas en la charca.
Hace una cruz de luto entre mis cejas, huye.
Fragua de metales azules, noches de las calladas luchas,
mi corazón da vueltas como un volante loco.
Niña venida de tan lejos, traída de tan lejos,
a veces fulgurece su mirada debajo del cielo.
Quejumbre, tempestad, remolino de furia,
cruza encima de mi corazón, sin detenerte.
Viento de los sepulcros acarrea, destroza, dispersa tu raíz soñolienta.
Desarraiga los grandes árboles al otro lado de ella.
Pero tú, clara niña, pregunta de humo, espiga.
Era la que iba formando el viento con hojas iluminadas.
Detrás de las montañas nocturnas, blanco lirio de incendio,
ah nada puedo decir! Era hecha de todas las cosas.
Ansiedad que partiste mi pecho a cuchillazos,
es hora de seguir otro camino, donde ella no sonría.
Tempestad que enterró las campanas, turbio revuelo de tormentas
para qué tocarla ahora, para qué entristecerla.
Ay seguir el camino que se aleja de todo,
donde no esté atajando la angustia, la muerte, el invierno,
con sus ojos abiertos entre el rocío.

12 Para mi corazón basta tu pecho,
para tu libertad bastan mis alas.
Desde mi boca llegará hasta el cielo
lo que estaba dormido sobre tu alma.
Es en ti la ilusión de cada día.
Llegas como el rocío a las corolas.
Socavas el horizonte con tu ausencia.
Eternamente en fuga como la ola.
He dicho que cantabas en el viento
como los pinos y como los mástiles.
Como ellos eres alta y taciturna.
Y entristeces de pronto, como un viaje.
Acogedora como un viejo camino.
Te pueblan ecos y voces nostálgicas.
Yo desperté y a veces emigran y huyen
pájaros que dormían en tu alma.

13 He ido marcando con cruces de fuego
el atlas blanco de tu cuerpo.
Mi boca era una araña que cruzaba escondiéndose.
En ti, detrás de ti, temerosa, sedienta.
Historias que contarte a la orilla del crepúsculo,
muñeca triste y dulce, para que no estuvieras triste.
Un cisne, un árbol, algo lejano y alegre.
El tiempo de las uvas, el tiempo maduro y frutal.
Yo que viví en un puerto desde donde te amaba.
La soledad cruzada de sueño y de silencio.
Acorralado entre el mar y la tristeza.
Callado, delirante, entre dos gondoleros inmóviles.
Entre los labios y la voz, algo se va muriendo.
Algo con alas de pájaro, algo de angustia y de olvido.
Así como las redes no retienen el agua.
Muñeca mía, apenas quedan gotas temblando.
Sin embargo, algo canta entre estas palabras fugaces.
Algo canta, algo sube hasta mi ávida boca.
Oh poder celebrarte con todas las palabras de alegría.
Cantar, arder, huir, como un campanario en las manos de un loco.
Triste ternura mía, qué te haces de repente?
Cuando he llegado al vértice más atrevido y frío
mi corazón se cierra como una flor nocturna.

14 Juegas todos los días con la luz del universo.
Sutil visitadora, llegas en la flor y en el agua.
Eres más que esta blanca cabecita que aprieto
como un racimo entre mis manos cada día.
A nadie te pareces desde que yo te amo.
Déjame tenderte entre guirnaldas amarillas.
Quién escribe tu nombre con letras de humo entre las estrellas del sur?
Ah déjame recordarte cómo eras entonces, cuando aún no existías.
De pronto el viento aúlla y golpea mi ventana cerrada.
El cielo es una red cuajada de peces sombríos.
Aquí vienen a dar todos los vientos, todos.
Se desviste la lluvia.
Pasan huyendo los pájaros.
El viento. El viento.
Yo sólo puedo luchar contra la fuerza de los hombres.
El temporal arremolina hojas oscuras
y suelta todas las barcas que anoche amarraron al cielo.
Tú estás aquí. Ah tú no huyes.
Tú me responderás hasta el último grito.
Ovíllate a mi lado como si tuvieras miedo.
Sin embargo alguna vez corrió una sombra extraña por tus ojos.
Ahora, ahora también, pequeña, me traes madreselvas,
y tienes hasta los senos perfumados.
Mientras el viento triste galopa matando mariposas
yo te amo, y mi alegría muerde tu boca de ciruela.
Cuanto te habrá dolido acostumbrarte a mí,
a mi alma sola y salvaje, a mi nombre que todos ahuyentan.
Hemos visto arder tantas veces el lucero besándonos los ojos
y sobre nuestras cabezas destorcerse los crepúsculos en abanicos girantes.
Mis palabras llovieron sobre ti acariciándote.
Amé desde hace tiempo tu cuerpo de nácar soleado.
Hasta te creo dueña del universo.
Te traeré de las montañas flores alegres, copihues,
avellanas oscuras, y cestas silvestres de besos.
Quiero hacer contigo
lo que la primavera hace con los cerezos.

15 Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.
Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.
Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.
Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.
Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

16 Paráfrasis a R. Tagore
En mi cielo al crepúsculo eres como una nube
y tu color y forma son como yo los quiero.
Eres mía, eres mía, mujer de labios dulces,
y viven en tu vida mis infinitos sueños.
La lámpara de mi alma te sonrosa los pies,
el agrio vino mío es más dulce en tus labios:
oh segadora de mi canción de atardecer,
cómo te sienten mía mis sueños solitarios!
Eres mía, eres mía, voy gritando en la brisa
de la tarde, y el viento arrastra mi voz viuda.
Cazadora del fondo de mis ojos, tu robo
estanca como el agua tu mirada nocturna.
En la red de mi música estás presa, amor mío,
y mis redes de música son anchas como el cielo.
Mi alma nace a la orilla de tus ojos de luto.
En tus ojos de luto comienza el país del sueño.

17 Pensando, enredando sombras en la profunda soledad.
Tú también estás lejos, ah más lejos que nadie.
Pensando, soltando pájaros, desvaneciendo imágenes,
enterrando lámparas.
Campanario de brumas, qué lejos, allá arriba!
Ahogando lamentos, moliendo esperanzas sombrías,
molinero taciturno,
se te viene de bruces la noche, lejos de la ciudad.
Tu presencia es ajena, extraña a mí como una cosa.
Pienso, camino largamente, mi vida antes de ti.
Mi vida antes de nadie, mi áspera vida.
El grito frente al mar, entre las piedras,
corriendo libre, loco, en el vaho del mar.
La furia triste, el grito, la soledad del mar.
Desbocado, violento, estirado hacia el cielo.
Tú, mujer, qué eras allí, qué raya, qué varilla
de ese abanico inmenso? Estabas lejos como ahora.
Incendio en el bosque! Arde en cruces azules.
Arde, arde, llamea, chispea en árboles de luz.
Se derrumba, crepita. Incendio. Incendio.
Y mi alma baila herida de virutas de fuego.
Quien llama? Qué silencio poblado de ecos?
Hora de la nostalgia, hora de la alegría, hora de la soledad,
hora mía entre todas!
Bocina en que el viento pasa cantando.
Tanta pasión de llanto anudada a mi cuerpo.
Sacudida de todas las raíces,
asalto de todas las olas!
Rodaba, alegre, triste, interminable, mi alma.
Pensando, enterrando lámparas en la profunda soledad.
¿Quién eres tú, quién eres?

18 Aquí te amo.
En los oscuros pinos se desenreda el viento.
Fosforece la luna sobre las aguas errantes.
Andan días iguales persiguiéndose.
Se desciñe la niebla en danzantes figuras.
Una gaviota de plata se descuelga del ocaso.
A veces una vela. Altas, altas estrellas.
O la cruz negra de un barco.
Solo.
A veces amanezco, y hasta mi alma está húmeda.
Suena, resuena el mar lejano.
Este es un puerto.
Aquí te amo.
Aquí te amo y en vano te oculta el horizonte.
Te estoy amando aún entre estas frías cosas.
A veces van mis besos en esos barcos graves,
que corren por el mar hacia donde no llegan.
Ya me veo olvidado como estas viejas anclas.
Son más tristes los muelles cuando atraca la tarde.
Se fatiga mi vida inútilmente hambrienta.
Amo lo que no tengo. Estás tú tan distante.
Mi hastío forcejea con los lentos crepúsculos.
Pero la noche llega y comienza a cantarme.
La luna hace girar su rodaje de sueño.
Me miran con tus ojos las estrellas más grandes.
Y como yo te amo, los pinos en el viento,
quieren cantar tu nombre con sus hojas de alambre.

19 Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas,
el que cuaja los trigos, el que tuerce las algas,
hizo tu cuerpo alegre, tus luminosos ojos
y tu boca que tiene la sonrisa del agua.
Un sol negro y ansioso se te arrolla en las hebras
de la negra melena, cuando estiras los brazos.
Tú juegas con el sol como con un estero
y él te deja en los ojos dos oscuros remansos.
Niña morena y ágil, nada hacia ti me acerca.
Todo de ti me aleja, como del mediodía.
Eres la delirante juventud de la abeja,
la embriaguez de la ola, la fuerza de la espiga.
Mi corazón sombrío te busca, sin embargo,
y amo tu cuerpo alegre, tu voz suelta y delgada.
Mariposa morena dulce y definitiva
como el trigal y el sol, la amapola y el agua.

20 Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: “La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”.
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.


La canción desesperada


Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy.
El río anuda al mar su lamento obstinado.
Abandonado como los muelles en el alba.
Es la hora de partir, ¡oh abandonado!
Sobre mi corazón llueven frías corolas.
¡Oh sentina de escombros, feroz cueva de náufragos!
En ti se acumularon las guerras y los vuelos.
De ti alzaron las alas los pájaros del canto.
Todo te lo tragaste, como la lejanía.
Como el mar, como el tiempo. Todo en ti fue naufragio!
Era la alegre hora del asalto y el beso.
La hora del estupor que ardía como un faro.
Ansiedad de piloto, furia de buzo ciego,
turbia embriaguez de amor, todo en ti fue naufragio!
En la infancia de niebla mi alma alada y herida.
Descubridor perdido, todo en ti fue naufragio!
Te ceñiste al dolor, te agarraste al deseo.
Te tumbó la tristeza, todo en ti fue naufragio!
Hice retroceder la muralla de sombra,
anduve más allá del deseo y del acto.
Oh carne, carne mía, mujer que amé y perdí,
a ti en esta hora húmeda, evoco y hago canto.
Como un vaso albergaste la infinita ternura,
y el infinito olvido te trizó como a un vaso.
Era la negra, negra soledad de las islas,
y allí, mujer de amor, me acogieron tus brazos.
Era la sed y el hambre, y tú fuiste la fruta.
Era el duelo y las ruinas, y tú fuiste el milagro.
Ah mujer, no sé cómo pudiste contenerme
en la tierra de tu alma, y en la cruz de tus brazos!
Mi deseo de ti fue el más terrible y corto,
el más revuelto y ebrio, el más tirante y ávido.
Cementerio de besos, aún hay fuego en tus tumbas,
aún los racimos arden picoteados de pájaros.
Oh la boca mordida, oh los besados miembros,
oh los hambrientos dientes, oh los cuerpos trenzados.
Oh la cópula loca de esperanza y esfuerzo
en que nos anudamos y nos desesperamos.
Y la ternura, leve como el agua y la harina.
Y la palabra apenas comenzada en los labios.
Ese fue mi destino y en él viajó mi anhelo,
y en él cayó mi anhelo, todo en ti fue naufragio!
¡Oh, sentina de escombros, en ti todo caía,
qué dolor no exprimiste, qué olas no te ahogaron!
De tumbo en tumbo aún llameaste y cantaste.
De pie como un marino en la proa de un barco.
Aún floreciste en cantos, aún rompiste en corrientes.
¡Oh sentina de escombros, pozo abierto y amargo.
Pálido buzo ciego, desventurado hondero,
descubridor perdido, todo en ti fue naufragio!
Es la hora de partir, la dura y fría hora
que la noche sujeta a todo horario.
El cinturón ruidoso del mar ciñe la costa.
Surgen frías estrellas, emigran negros pájaros.
Abandonado como los muelles en el alba.
Sólo la sombra trémula se retuerce en mis manos.
Ah más allá de todo. Ah más allá de todo.
Es la hora de partir. ¡Oh abandonado!
Pablo Neruda

Thursday, July 08, 2004
 
Dilemas del progresista
Cuando en los ‘70 una persona decía que tenía un pensamiento revolucionario se entendía lo que quería decir. Pero ahora, cuando alguien dice que es progresista, son más las dudas que las claridades y si quiere avanzar en esa definición lo más seguro es que se meta en un berenjenal. Por ejemplo, numerosos columnistas de los medios especializados en economía consideran que son progresistas, están con el progreso económico que para ellos equivale, en forma excluyente, al progreso de la sociedad. Y tienen una mirada desdeñosa hacia quienes no coinciden con ellos, a quienes critican ya no por “izquierdistas”, “socializantes” o “estatistas”, sino por “jurásicos” o “cavernícolas”. Ellos se dicen progresistas y resulta que los que tienen un dejo social en su discurso, son conservadores y anacrónicos.
Es un lío. La derecha ahora quiere ser izquierda y mandar la izquierda a la derecha, promoviendo la lógica gerencial empresaria más vulgar al rango de paradigma ideológico. Tiene el poder económico, presiona al poder político y quiere que, además, la aplaudan y se lo agradezcan.
Chávez en Venezuela es un militar jurásico porque es populista, afirman. Ellos tienen el poder económico y a la gente sólo le queda la posibilidad de participar y presionar. Pero si lo hace, los acusan de populistas, una categoría que el Departamento de Estado ya incorporó a su lista de ultrajes y blasfemias. La oposición a Chávez hace manifestaciones agresivas y es una demostración democrática. Pero si el pueblo se moviliza para apoyar a Chávez, eso es populismo.
Populista es también quien escucha los reclamos sociales y trata de darles alguna respuesta. Un gobernante serio es el que les explica a los hambrientos que deben tener paciencia porque para darles de comer debería recortar las ganancias de las empresas y eso debilitaría los estímulos del mercado. O sea, y como todos saben, si esa gente come, habría menos inversión externa porque la ganancia estaría más repartida.
En esta misma línea, otra categoría despreciada es el keynesiano. Se la aplican a los gobernantes que, sin hacer discursos programáticos ni convocar a grandes movilizaciones, intentan racionalizar la economía desde el Estado. Un keynesiano es un populista inminente. Porque se descarta que cuando intente racionalizar la economía sufrirá presiones para impedirlo. Y para neutralizar esas presiones tendrá que convocar el respaldo popular.
Esta trasposición implica que un tipo que trata de expresar o incluir las necesidades de las mayorías sea un dinosaurio antediluviano, y los que impulsan los negocios corporativos y la concentración de la riqueza sean progresistas y modernos.
Pero lo más loco de todo es que muchos progresistas de verdad aceptan esas premisas culturales en sus propios universos ideológicos, premisas que en el momento de gobernar los dejarán inermes y sin capacidad de reaccionar. Intentar hacer gobiernos progresistas con paradigmas neoliberales es una forma de perder antes de empezar.
Imbuidos por esa hegemonía tan fuerte del pensamiento neoliberal, una parte de este progresismo real siente antipatía por la organización y la movilización popular. Y no es un desarrollo conceptual genuino, sino la subordinación a esos criterios que se fundan en intereses contrarios. Según ellos, esas formas de hacer política han quedado relegadas a las figuras de caudillos populistas, autoritarios y anacrónicos. En esto coinciden con la derecha neoliberal que trata de presentarse como una propuesta moderna, pero es cierto que también varios teóricos del progresismo europeo califican de esa manera al venezolano Chávez y advierten a Kirchner y a Lula para que no tomen ese camino.
Lula, cuyo gobierno se apoya en el aparato político más importante de Brasil, ha intentado hasta ahora no hacerlo, pero está cada vez más arrinconado. Y a Kirchner le llovieron palos por derecha e izquierda solamente porque algunos de sus ministros asistieron a una reunión de organizaciones piqueteras.
El llamado progresismo expresa en este momento una vaguedad tan grande que hasta los conservadores se llaman progresistas. Y sin embargo es un espacio gravitante. Esa contradicción entre la vaguedad y su peso, implica que se debe una discusión que le permita una visión propia del país y del mundo. Hace poco se había puesto de moda la pregunta “¿qué es ser de izquierda?”. Parecería que lo único claro es cómo ser de derecha. Porque tampoco está claro qué es ser progresista en un país que no es Francia ni Estados Unidos, que tiene una brecha profunda entre ricos y pobres y donde la derecha ha demostrado una voracidad poco ciudadana.
Por Luis Bruschtein
diario Pag12


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