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TEXTOS
Friday, March 26, 2004
 
El guante de encaje
Cierta vez, un paisano de La Aguada viajaba con su hijo en carro por el camino viejo que une al poblado que llaman Capilla de Garzón con Pampayasta. Cuando iban pasando por el campo de los Zárate, en el cruce mismo con el camino nuevo, una mujer muy joven vestida de fiesta, los detuvo.
Aunque era muy entrada la noche, la habían visto de lejos porque la luz de la luna era intensa y el color del vestido, blanco brillante. – Mi novio se ha enojado conmigo y me ha dejado sola en el medio del campo –dijo cuando el carro se detuvo- ¿Podrá usted llevarme hasta la entrada de Pampayasta? Yo vivo ahí.
-Como no, señorita – contestó el paisano, y él y su hijo le hicieron un lugar en el carro. Viajaron en silencio un buen rato, hasta que empezaron a hablar de cosas sin importancia, más por ser amables que por verdadera necesidad de decir algo. En esas conversaciones ella confesó que le gustaba demasiado el baile y que se llamaba Encarnación.
Era una noche de crudo invierno y la joven estaba desabrigada. Cuando el paisano la vio temblar, dijo: - Convide, hijo, a Encarnación con un bollo de anís y un trago de ese vino de canela que llevamos, que es bueno para los enfriamientos. Y el muchacho le ofreció pan y vino. Ella pegó un bocado grande al bollo y tomó desesperada unos tragos. Algo de vino cayó sobre el vestido y dejó allí, en el pecho, una mancha rosada como un pétalo- - ¡Qué Lástima! – habló ella- ¡Era tan blanco!
Pero siguió comiendo el bollo de anís con muchas ganas, tanto que cualquiera hubiera dicho que iban a pasar años antes de que volvieran a ofrecerle algo.
Cuando llegaron a la entrada de Pampayasta, muy cerca de donde esta el boliche de Severo Andrada, les dijo que habían llegado. El paisano detuvo el carro y ella bajó y fue corriendo a meterse en la casa de la esquina, frente al cruce. Padre e hijo siguieron viaje. Habían hecho una cuantas leguas cuando el hijo vio brillar algo en el piso del carro. Se agachó y descubrió un guante blanco de encaje fosforescente. Entonces se lo mostró a su padre y decidieron volver a la casa donde habían dejado a Encarnación, para devolvérselo.
Hicieron de regreso las leguas que habían andado, hasta la zona del boliche de Severo Andrada, y se detuvieron en la esquina, frente al cruce. Bajaron los dos, pero fue el padre quien golpeó las manos. -¡ Avemaríapurísima!- llamó como lo hacen los paisanos. Le contestaron los perros. Y después, la voz de un hombre recién arrancado del sueño: -¿Qué se le ofrece?
-¿Aquí vive una señorita llamada Encarnación? -preguntó el paisano. El dueño abrió la puerta. Estaba pálido. Y se quedó mirando a los dos forasteros sin decir palabra.
-Venimos a devolverle un guante. Se lo ha olvidado hace un momento en nuestro carro. El hombre siguió mirándolos en silencio.
-No lo tome a mal-insistió el paisano-.Tuvo un problema y nos pidió que la acercáramos. -El hombre seguía en silencio.
El hijo estuvo con la mano extendida, acalambrada de tanto ofrecer el guante al dueño de casa, hasta que éste habló: - Es mi hija, pero está muerta...ayer se cumplieron veinte años...
-Dijo que venía de bailar...recordó el paisano.
-Hace veinte años...contó el padre- para el día de Santa Rosa, murió bailando en las fiestas patronales. Del corazón, sabe?
Los dos hombres que habían llegado en el carro, así como estaban, pegaron media vuelta murmurando una disculpa. Pero el padre de la joven reclamó: - El guante...por favor. Es para llevárselo a la tumba. Todos los años, para la fiesta de Santa Rosa, se olvida algo en alguna parte y hay que ir a ponérselo.
El muchacho entregó el guante encaje. Después alcanzó en silencio a su padre que ya estaba sentado en el carro azuzando a los caballos.
María Teresa Andruetto
De colección pag12


Thursday, March 11, 2004
 
Del Señor de la Peña
El palacio, deshabitado hace veinte años, se alzaba en peñón a la salida del pueblo, donde los vientos lo rodeaban persiguiéndose en sus juegos salvajes y donde el mar rompe los puños infinitos en su larga querella que no termina nunca.
Los reparadores lo repararon un mes antes y enseguida llegaron veinte camiones cargados de muebles para las veinte habitaciones de la casa, el camino a muchas de las cuales se ha perdido.
El portero, la cocinera, el jardinero y la camarera, contratados previamente por el nuevo dueño, los vieron llegar apoyados en el muro del portal. Deben ser un regimiento -suspiró la cocinera. Y los otros asintieron con las cabezas, melancólicos.
Pero al final de la procesión no venía sino un automóvil y, dentro, sólo el nuevo Señor de la Peña. Menos mal -suspiró el jardinero. Y la camarera propuso, fervorosa: Así sea.
2 Es un muchacho, un verdadero niño-dijo la camarera arreglándose el pelo y procurando verse, de costado, en el vidrio de la despensa. Bueno –dijo el jardinero, dejando la boina sudada sobre la mesa de la cocina y secándose el sudor con un enorme pañuelo rojo y gualda. Un niño con cara de viejo. ¿ A quién se le ocurre...? Y procedió a contar cómo el Señor de la Peña se había empeñado en que él escondiese los tiestos de las rosas entre las hojas de la palma. Además –agregó, mirando significativamente a la camarera-, apenas puede tenerse en pie. Claro – repuso ella, furiosa-, con el dolor que le ha dado en la espalda al pobrecito.
3 Es un muchacho de Dios –afirmó el portero, que era también valet del Señor de la Peña- ahí metido entre sus libros, con esas ropas que parece de cura, y siempre “me hace usted el favor”, “tiene usted la bondad”, “tantísimas gracias”. Si hasta me pidió perdón cuando le derramé el café encima. La cocinera se puso en jarras: ¡Ropas de cura! Todo sucio y con las botas....Un tártaro, eso es lo que yo digo. Y el modo de pedirme el ron, las palabrotas, total por nada. ¡Eh! ¡Ni mi difunto marido! Vaya, vaya –dijo el portero, contando distraídamente unas monedas-, un momento malo lo tiene cualquiera.
4 Un viejo –dijo el jardinero descargando el puño sobre la mesa-, digo que es un viejo y que es una desgracia que le estés detrás. ¡Oiganlo! –chilló la camarera- ¡Un viejo! ¡Viendo visiones! Si lo dice por el modo de pensar, está bien, que por otra cosa...Bueno –intervino el portero, conciliador-, un poco calvo y ya duro, pero no tanto como viejo. Como es rubio...¡Calvo y rubio! ¡Negro, un indio! –cortó la cocinera, poniendo al cielo por testigo. Y ya iban a recurrir a las últimas y definitivas razones cuando el portero, que ha leído un poquito y es, en suma, un intelectual, detuvo el brazo armado de la cocinera y reclamó atención y calma. Esto es muy extraño – dijo - . Parece que hablamos de cuatro personas distintas. Y pensándolo un momento, los cuatro juntos no lo vimos más que una vez, a su llegada, tan envuelto en pieles que lo mismo podía ser oso. ¿Habrá tres impostores en la casa? Propongo que vayamos los cuatro a verlo, ahora mismo. Está en su estudio, lo acabo de dejar allí. Pero la cocinera propuso que fuesen primero por su cuñado, el policía del pueblo, y que, mejor, se asomen los cinco por la ventana del estudio.
5 El Señor de la Peña estaba sentado a su mesa, pero no escribía. Reclinaba la cabeza en el alto espaldar de la silla, inmóvil en la luz plomiza de la claraboya. Si ése es el Señor, es un muchacho –dijo el asombrado jardinero. La camarera se cubrió la cara con las manos: Tenías razón, es un viejo horrendo –dijo. El portero dio un paso atrás, persignándose: Es un puro demonio. La cocinera, cruzadas las manos sobre el delantal, miraba al Señor de la Peña beatíficamente. Entonces el policía, que daba muestras de impaciencia, le tiró malhumorado de la manga: ¿Qué estás tú mirando? Ahí no hay nada más que una silla vacía.
Eliseo Diego
(La Habana 1920)
entre otras obras publicadas: Los días de tu vida (poesía 1978), En las oscuras manos del olvido (cuentos, 1942), Divertimentos (relatos 1946), Libro de las maravillas (poesía 1968)
tomado de Antología del Cuento Cubano (I)
biblioteca pag12


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